En total las víctimas suman una cifra de 15.510.000 a 22.450.00(quince a veinte millones de personas, aproximadamente).
sábado, 3 de diciembre de 2011
El niño negro que sobrevivió en la Alemania nazi
Leni Riefenstahl quien plasmó en su película «Olimpiadas de Hitler» al mismísimo Führer irritado, casi pataleando como un niño caprichoso, cuando Jesse Owens ganó la medalla de oro de los 100 metros en los Juegos de Berlín de 1936, un acontecimiento preparado para exaltar los más bajos instintos raciales del régimen genocida. Un negro ganaba al atleta alemán Ralph Metcalfe y echaba por tierra las teorías sobre la primacía del pueblo alemán sobre el resto de la humanidad. Ser negro era tan anómalo que ni siquiera merecía el trato, o maltrato, que se le dio al pueblo judío. Eran, sencillamente, salvajes carente de culpa, esclavos sin historia y cultura. Quizá por eso podían sobrevivir en una sociedad eugenésica. Los dos héroes de Hans El pequeño Hans J. Massaquoi tenía dos héroes, Jesse Owens y el boxeador Joe Louis, el «bombardero moreno», un negro que venía de los campos de algodón pasando por las fábricas de coches de Detroit, que batió al rubio Max Schmeling, motivo por el que a Hans le señalaban por la calle: «¡Eres como él!». Tuvo que oír los comentarios callejeros de que Louis «tenía mucho cuerpo pero poco cerebro», mientras Hitler, muy interesado en el boxeo, gritaba a la juventud que crecieran «fuertes como el cuero, rápidos como galgos y duros como el acero de Krupp». Es el relato de Hans J. Massaquoi en «Testigo de raza» (editado por Papel de Liar), un periodista nacido en Hamburgo en 1926, nieto del cónsul de Liberia en esa ciudad alemana, negro por lo tanto. La sociedad germana, cómplice en este testimonio como pocas veces se ha contado, le empujó hacia el «Brown Bomber», a pesar de que él, como todos los chicos del barrio, quería ser como Schmeling. «Me sentí obligado a renunciar al fervor por mi patria chica y apoyé públicamente a mi hermano negro norteamericano, lo cual me costó bastantes tensiones psicológicas», explica Massaquoi. Pasados los años, y ya instalado en Estados Unidos, pudo conocer a sus dos héroes de la infancia. Vivió con ilusión infantil la ascensión del nacionalsocialismo y, sobre todo, de sus uniformes, camisas pardas y desfiles de las Juventudes Hitlerianas, de sus cánticos y gritos. Hasta que un día de 1934, cuando su maestro Herr Wriede les anunció vestido con su camisa parda, reservada para las grandes ocasiones, que iban a ver al mismísimo Hitler a su paso por la ciudad, notó que ese mensaje no iba dirigido a él. Ese momento fue la confirmación de que sobraba en aquella Alemania. «Raza inferior» Si no fuera un niño, resultaría patética la fotografía en la que aparece con la cruz gamada cosida en el pecho rodeado de compañeros de rubios cabellos. «En cuanto le eché el guante a una esvástica le pedí a Tante Möller que la cosiera en un jersey, donde se quedó hasta que mi madre la retiró en contra de mis airadas protestas», confesará. Dos años más tarde, con tan sólo diez, de nuevo oyó a su maestro cómo narraba exultante la invasión de Renania desgajada tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, una zona rica en carbón donde vivían cuarenta mil «bárbaros Neger franceses», y la voz de Hitler: «Si el desarrollo de Francia continuara de la misma manera durante trescientos años, los últimos vestigios de sangre franca quedarían sumergidos bajo el desarrollo de un Estado europeo-africano mulato». Un territorio que se extendería del Rin hasta el Congo, «poblado por una raza inferior». El pequeño Hans-Jünger, bautizado a la moda por su madre, una alemana blanca, vivía feliz en aquella república de Weimar que tentando al abismo acabó encontrándolo. Y tuvo que ser su madre materialmente quien lo arrancó de los brazos de las huestes de las SA cuando un domingo después del habitual desfile fue llevado a una taberna repleta de jóvenes nazis para exhibirlo como ejemplo de «envilecimiento racial». «A partir de ese día, mi incondicional admiración hacia el Führer y hacia los nazis se convirtió en una extraña mezcolanza de miedo y fascinación», reconocerá Massaquoi. La persecución que sufrió desde entonces fue fría e implacable. Su madre fue despedida del hospital donde trabajaba de enfermera, un desastre familiar que les llevó a la penuria. ¿La razón? La joven Berta Nikodijevic, a quien le ha dedicado este libro, no pudo conseguir el reglamentario certificado de «salud racial» al haber traído al mundo a un hijo negro. Sobrevivieron al nazismo, a la guerra, a los terribles bombardeos aliados de Hamburgo y cuando las tropas inglesas entraron en la ciudad exclamaron: «¡Cómo puedes estar vivo!».
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El niño negro que sobrevivió en la Alemania nazi
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