jueves, 11 de enero de 2018

El fotógrafo de Mauthausen

Los enjutos deportados en sucios trajes de rayas avanzan escudilla en mano hacia la mesa donde les sirven una sopa aguada y un mendrugo. Luego se refugian en los camastros del barracón para dar cuenta con avidez de las inhumanas raciones. Se escucha una voz: “¡Gracias, chicos! Cortamos para ir a comer”. Y los presos cambian de expresión y salen animados camino del abundante catering que les espera fuera. Dentro quedan abandonados los platos oxidados, las cucharas de madera y por supuesto la sopa y el pan duro. En el borde de una litera alguien se ha dejado la ajada chaqueta a rayas con el número 9112 que lleva cosida una estrella de David compuesta por dos triángulos amarillos; es improbable que se la roben. Estamos en uno de los sets de rodaje de El fotógrafo de Mauthausen, una película sobre las peripecias que vivió en el famoso campo de concentración nazi, en el que se internó a siete mil republicanos españoles, el fotógrafo catalán Francesc Boix (1920-1951) para conseguir ocultar fotos que testimoniaban el horror y los crimenes del III Reich y que sirvieron luego de prueba en los juicios de Nuremberg. Mauthausen, por el que pasaron cerca de 190.000 presos, de los que murieron casi la mitad, se convirtió a lo largo de la guerra en un inmenso complejo concentracionario, con medio centenar de subcampos. Aunque no estaba considerado propiamente un campo de exterminio como Treblinka, Sobibor o Belzec, fue un campo de extraordinaria dureza, incluso para ser un campo nazi, y en el que de hecho se exterminaba a los internados (una gran mayoría presos políticos considerados enemigos incorregibles del Reich) sobre todo a través del trabajo extenuante aunque también funcionó (en Gusen) una cámara de gas. Los SS desplegaron en Mauthausen un sadismo particularmente sobrecogedor.














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